Desaparecidos

Juan Carlos Ramos León.
Juan Carlos Ramos León.

No es posible comprender el dolor de quien ha perdido a un ser querido en la flagelante incertidumbre de ver el tiempo pasar.

Si bien el asunto de las personas desaparecidas no es algo actual, considero que, por lo menos en nuestro país, ha adquirido un nivel alarmante, inclusive grotesco. Se han constituido organismos, asociaciones, colectivos, todos formados por angustiadas personas que no pierden la esperanza de encontrar algún día a sus seres queridos. Vivos o muertos. Es terriblemente crudo como se lee, casi como se escribe.

La semana pasada tuve la desagradable oportunidad de escuchar una noticia, de esas de las que uno quisiera volver el tiempo atrás para borrar de su haber. Una de estas organizaciones cayó en la penosa necesidad de escribir una carta pública, dirigida a grupos de la delincuencia organizada, con la doliente súplica de devolver con vida a una de sus integrantes: una mujer de apenas treinta y tres años quien busca a su esposo. “Madres buscadoras” se autodenominan. Su puro nombre conlleva ya un grito desesperado, un insoportable lamento.

No es posible comprender el dolor de quien ha perdido a un ser querido en la flagelante incertidumbre de ver arrastrarse el segundero del reloj, las hojas del calendario, sin tener mayor noticia que un reiterado silencio. Escuchar timbrar el teléfono o abrirse la puerta con el anhelo de que haya un indicio de si aquel ser querido está vivo o muerto. Sin poder resignarse al menos a enterrar sus restos donde ir a llorarle. Y esto es algo que no debería de suceder. No cuando se trata de seres humanos, de personas que se gestaron en el vientre de una madre y que tropezaron cientos de veces antes de aprender a caminar por sí solos y que, de pronto, ya no están por vaya usted a saber qué razón.

Y así este colectivo, en su impotencia ante la soledad de su causa, termina por aceptar una condición que me parece absurda y hasta dantesca: “acudimos a ustedes porque, en nuestras búsquedas, nos hemos dado cuenta sin querer que quienes tienen el verdadero control y poder sobre los distintos territorios de México son ustedes”. Sí, se trata de un reconocimiento tácito a que es el crimen organizado quien manda. No la autoridad, no los que procuramos la paz y la armonía social con nuestro trabajo de cada día. El crimen. Una mano que empuña un arma.

Omito los nombres y los detalles porque no puedo comprenderlo pero le expongo la cruel realidad a la que estamos sometidos todos los que nacimos aquí. Afortunados, muy afortunados, quienes no padecemos este inenarrable sufrimiento. Y le ofrezco a usted que lee una disculpa si en esta ocasión este espacio no ofrece una propuesta sino que solamente expone una queja. El dolor que miles de dolientes quisieran que se comprendiera; tal vez para lograr un poco de empatía, pero, sin duda todas ellas, para tratar de volver a estrechar entre sus brazos a quienes incomprensiblemente este sistema podrido les ha arrancado de sí.

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