Muerte asistida

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

Partir, pasar, descansar en paz, unirse a las estrellas, despedirse… Hay una larga lista de eufemismos que hablan de la muerte invocando ilusiones suaves y pacíficas que la hacen más llevadera.

Son muchas las situaciones que nos obligan a hablar de la muerte: la pregunta de un niño, una enfermedad grave que se avecina, un pronóstico vital que se compromete, una sucesión que prever, una dolencia insufrible que nos empuja a pedir morir, un funeral que organizar, unas condolencias que presentar, un luto que soportar, o simplemente un temperamento previsor.

Sin embargo, en muchas ocasiones nos cuesta encontrar las palabras correctas. A menudo, cuando la muerte aparece en una conversación trae consigo a la inquietud. Ya no sabemos cómo hablar de esta realidad en hospitales que están ocupados curando para acompañar suficientemente la muerte y nos hemos ido ocupando de ocultarla a los ojos de la sociedad. Pero, durante los últimos meses, el debate público sobre el final de la vida ha traído un beneficio secundario esencial.

Al margen del debate sobre la legalización de la muerte asistida, por eutanasia o por decisión propia con ayuda del personal de salud, cada vez son más las voces que denuncian el tabú de la muerte y sus consecuencias nocivas: el final de la vida vivida sin decirlo, el miedo acentuado por el desconocimiento del tema, las últimas voluntades, instrucciones o palabras de amor no pronunciadas. Porque, así como todo tabú repercute en el lenguaje, el tabú de la muerte enferma las palabras.

Si bien las palabras están destinadas a ayudarnos a decir, también se pueden usar para eludir una realidad. Partir, pasar, descansar en paz, unirse a las estrellas, despedirse… Hay una larga lista de eufemismos que hablan de la muerte invocando ilusiones suaves y pacíficas que hacen más llevadera la brutalidad de la muerte. Nos permiten dar forma a una representación personal de una realidad que -por lo pronto- siempre nos será inaccesible. Nos ayudan a convivir con lo impensable de la nada, llenándola de imágenes o creencias que de alguna manera mantienen a los muertos en el mundo de los vivos, así es como podemos imaginarlos durmiendo para siempre.

Sin embargo, hay una expresión que aparece una y otra vez: fin de la vida. Pero ¿lo entendemos todos de la misma manera? La expresión se asocia tanto con los últimos años de vida como con sus últimos momentos. Debido a su polisemia, deja una vaguedad que es fuente de posibles malentendidos. Pero, sobre todo, por la ausencia de un pronombre personal que precede a la palabra “vida”, deshumaniza. Decir del que muere que está al final de su vida nos impide pensar en lo singular y, por lo tanto, referirnos demasiado directamente al final de nuestra vida. De esta manera, mantenemos dentro de nosotros al animal siempre no sabe que debe morir.

Paradójicamente, hay algunas palabras muy comunes que suenan aterradoras. ¿Cómo es posible que un paciente no escuche, cuando los médicos le hablamos de un tumor, “se está muriendo”? Sin embargo, es mucho más utilizada en los servicios de oncología que la palabra “cáncer”, cuya connotación está fuertemente ligada a la idea de una muerte lenta y dolorosa. Nos cobijamos un velo de pudor a la hora de anunciar una muerte por cáncer, abusando de la expresión “después de una larga enfermedad” que ya no engaña a nadie en medio de estrategias semánticas que mantienen la ansiedad y el tabú.

De ahí devienen dos términos más molestos, sin duda: “eutanasia” y “suicidio asistido”. El primero cristaliza reproches contradictorios: la violencia de su sonido y su connotación asesina, que ofende a los defensores de la muerte asistida; la dulzura de su etimología que designa una muerte bella y fácil que perturba a sus oponentes. En cuanto al suicidio asistido, legislar bajo este término sería paradójico, ya que presenciar un suicidio sin intervenir es jurídicamente reprobable. El suicidio, un acto de violencia contra uno mismo, es lo opuesto a la idea de acompañar la muerte que viene evitando la violencia del sufrimiento. Hay alternativas más neutras: ¿por qué no hablar simplemente de muerte asistida, especificando si es autoadministrada o administrada por un cuidador?

Y hay otras dos palabras que se utilizan al servicio de ideas contrarias: “dignidad” y “solidaridad”. Morir con dignidad es la principal reivindicación de quienes defienden el derecho a ser ayudados. Los opositores, al contrario, creen que ayudar a morir equivaldría a reconocer ciertas vidas como indignas. ¿Son las vidas indignas o las condiciones de vida? Los textos fundacionales de los derechos humanos establecen que, precisamente porque la dignidad es inherente a toda persona humana, se castigan las violaciones de los seres humanos en condiciones inhumanas o degradantes.

El mismo tipo de conflicto semántico agita la noción de solidaridad. En nombre de este mismo deber, algunos lo ven como un riesgo para la convivencia. Pero en las habitaciones de los enfermos, las palabras rabiosas no son las de los debates de ideas, sino palabras degradantes, brutales, oscuras, cobardes. ¿Qué cuidador, qué ser querido no ha tenido, un día, un arrepentimiento de vocabulario? Cuando se acerca la muerte, las palabras más adecuadas son siempre las de los afectados.




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