
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
La curiosidad y la apertura son motores del crecimiento. Esta frase nos invita a dejar atrás el orgullo del “yo ya sé” y a abrazar el deseo genuino de comprender.
Este adagio, breve y profundo, encierra una enseñanza de vida que toca el sentimiento del crecimiento humano: la humildad de reconocer lo que no se sabe y el valor de buscarlo. En un mundo que muchas veces premia la apariencia de seguridad y castiga la duda, atreverse a preguntar es un gesto de valentía y de inteligencia.
El que pregunta, se compromete. No con una respuesta cualquiera, sino con la verdad, con el entendimiento, con la claridad. Preguntar es declarar abiertamente: “quiero saber”, “necesito aprender”, “prefiero parecer ignorante un momento antes que equivocarme toda la vida”. Y eso exige carácter. Solo los que tienen hambre de superarse se atreven a poner en duda lo establecido, a pedir orientación, a cuestionar lo incierto.
La reflexión “el que pregunta no se equivoca” resalta la importancia de la curiosidad y la apertura a la información en la vida. Al hacer preguntas, uno evita basarse en suposiciones, lo que reduce la posibilidad de errores y fortalece la comprensión del mundo y de las personas que lo rodean.
La curiosidad y la apertura son motores del crecimiento. Esta frase nos invita a dejar atrás el orgullo del “yo ya sé” y a abrazar el deseo genuino de comprender. La persona curiosa no se queda con lo superficial: quiere ir al fondo de las cosas. Y esa actitud de búsqueda constante es el mejor antídoto contra el estancamiento.
El que pregunta, se supera. Porque cada pregunta bien formulada nos lleva a un nuevo nivel de conciencia. Nos abre puertas, caminos, posibilidades. Nos ahorra errores y, a menudo, también sufrimientos. La ignorancia elegida —la que nace del orgullo o del miedo— encierra a la persona en sí misma, mientras que la pregunta libera, expande, conecta.
Al preguntar, se evitan suposiciones. Quien pregunta no se conforma con ideas preconcebidas, sino que las desafía. Busca comprender antes de juzgar, y eso lo convierte en alguien más justo, más prudente, más sabio.
Además, hacer preguntas fortalece las relaciones humanas. Demuestra interés por el otro, genera confianza y abre caminos de diálogo auténtico. Cuando preguntamos, le decimos al otro: “me importas”, “quiero entenderte”, “tu voz cuenta”. Y eso —en tiempos de monólogos digitales y soledades modernas— es un acto profundamente humano.
El que pregunta, es audaz. Porque cuestionar es también desafiar. Desafiar lo cómodo, lo aprendido, lo impuesto. Hay quienes, por no preguntar, callan lo que los quema por dentro, aceptan lo que no entienden, y viven con la duda como sombra. En cambio, el que pregunta no se resigna: se atreve, explora, descubre. Y al hacerlo, transforma su camino y, muchas veces, también el de otros.
Preguntar reduce errores. En la vida, una duda a tiempo puede evitar un paso en falso. La búsqueda de información, de consejo, de perspectiva, es herramienta fundamental en la toma de decisiones. No preguntar, en cambio, suele ser el primer paso hacia una equivocación innecesaria.
Finalmente, el que pregunta crece. La curiosidad y la capacidad de cuestionar impulsan el aprendizaje continuo y el desarrollo personal. La vida es una escuela, y quien mantiene viva la actitud de alumno jamás deja de enriquecerse.
En el fondo, esta frase nos invita a ser protagonistas de nuestra vida, no espectadores pasivos. A no quedarnos con la duda ni con las ganas. Porque muchas oportunidades se pierden por no preguntar, por no dar el paso. Pero quien pregunta, aunque no siempre obtenga la respuesta que espera, ya ha ganado algo esencial: ha elegido el camino de la verdad, de la acción, de la libertad interior.
Cada día es una nueva oportunidad para aprender, para comprender mejor y así relacionarnos con mayor profundidad. Nunca se es demasiado viejo para interpretar, con honestidad y valentía, la historia de nuestra propia vida. ¿Cuántas veces te has quedado con la duda… por vergüenza, por orgullo, o simplemente por soberbia?