Inocentes y encuentros

Al amigo de la infancia, Ismael Fragoso Rico. Apenas pudo percatarse del borbotón de sangre fluyendo de la palma de su mano, pues el sol estaba a plenitud, generando una temperatura casi igual a la de su cuerpo.  Tuvo una caída en una pendiente por ir de prisa, quería llegar pronto a apartar lugar con el … Leer más

Al amigo de la infancia, Ismael Fragoso Rico.

Apenas pudo percatarse del borbotón de sangre fluyendo de la palma de su mano, pues el sol estaba a plenitud, generando una temperatura casi igual a la de su cuerpo. 

Tuvo una caída en una pendiente por ir de prisa, quería llegar pronto a apartar lugar con el peluquero para después atender una encomienda de su mamá, ir al mercado a adquirir verduras para la comida.

Se levantó avergonzado en la nube de polvo que hizo, suponiendo haber sido visto por alguien. La tierra era muy negra, producto del desgaste en la capa de grava colocada entre los durmientes y las vías del tren. 

Una de esas piedrecillas filosas le había hecho una “v” profunda en la base del dedo pulgar, de la mano izquierda. En la semiinconsciencia presionó su mano en la camisa, para mitigar el dolor punzante, aislado de otras dolencias en rodillas, codos y abdomen.

Una caída absurda e inesperada, pues al pisar con el pie derecho una piedra del tamaño de una nuez, le hizo derrapar hacia su lado izquierdo haciéndole perder piso, metiendo los brazos como acto reflejo. 

Siguió su camino meditando que tardaría una semana en sanar un poco para poder jugar. ¿Le contaría a su madre?, ¿Se daría cuenta?, quizá sí, las mamás siempre adivinan lo que les pasa a los hijos.

Otro pensamiento vino a su cabeza, sin lograr borrar los dolores del desplome. Sus emociones afloraron con sudor frío al recordar la situación de riesgo ocurrida el día anterior.

Por alguna razón inusual uno de sus compañeros le gritó de frente, con rostro irascible un sobrenombre adjudicado hacía años. 

Su rostro iracundo, la mala intención o el grito colérico encendieron su coraje y se le fue encima. Aquel, más hábil o con la serenidad existente en el provocador, lo eludió. Ciego de enojo recompuso la postura al verlo correr. Confió alcanzarlo sabiendo ser buen corredor, fue tras él en frenética persecución. 

Iban cuesta abajo por un callejón solitario cuyas altas paredes aumentaban el sonido, emitiendo eco de los pasos. Los suyos sonaban con mayor fuerza por llevar zapatos de suela dura. Quizá por eso su condiscípulo escapó, al portar zapatos tenis logró mayor rapidez.

Estuvo muy cerca de atraparlo, pero al notar crecer la distancia, estuvo a punto de lanzarse por el aire y abrazarlo, recordando casos semejantes en las películas domingueras, pero la velocidad del pensamiento, junto con la intuición de prudencia, hicieron suponer que si se lanzaba a los pies, quizá no lo detendría y quedaría maltrecho en las baldosas del piso… Si se arrojaba a los hombros, tal vez lo atraparía del tronco o de las piernas, pero el instinto de conservación hizo suponer heridas graves por lo escarpado de la calle.

Impertérrito lo dejó ir. Al día siguiente todos asumieron una actitud ordinaria, como si nada hubiera pasado. Así sucede con los niños, sus rencores pasan rápido.

*[email protected]

Imagen Zacatecas – Huberto Meléndez Martínez




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