Las huertas del siglo viejoe

A quienes nos tocó la fortuna de vivir nuestra niñez en torno a la década de los 50, nos resulta grato recordar cómo era nuestro Jerez en aquellos tiempos; hoy en día la mancha urbana crece por los cuatro puntos cardinales y gradualmente vemos cómo van quedando dentro de la cabecera las rancherías conocidas como … Leer más

A quienes nos tocó la fortuna de vivir nuestra niñez en torno a la década de los 50, nos resulta grato recordar cómo era nuestro Jerez en aquellos tiempos; hoy en día la mancha urbana crece por los cuatro puntos cardinales y gradualmente vemos cómo van quedando dentro de la cabecera las rancherías conocidas como El Molino y La Ciénega, y no pasará mucho tiempo para que llegue a la ciudad la colonia Benito Juárez y Ermita de Guadalupe.

Todavía en la mitad del siglo 20, la parte poniente de la ciudad estaba integrada, en su mayoría, por huertas de chabacanos, duraznos, peras, manzanas, membrillos, cerezas, uvas y nogales, además de que en dichos lugares se plantaban rosas, azucenas, violetas, dalias y claveles, que se vendían en las puertas de los domicilios de los propietarios de esos predios.

Quienes fuimos niños en esas fechas, nos regocijábamos con amarrar con un hilo una piedra que luego arrojábamos a las ramas de los árboles que daban a las calles de La Acordada, del Ciprés, de Las Flores y de La Fortuna con tal de alcanzar a cortar algunas manzanas que, aun cuando estaban verdes, eran delicias para nuestro paladar con un poco de chile y sal.

Otros, más atrevidos, se metían por las acequias y dentro de las huertas se daban el lujo de escoger la fruta madura, la que disfrutaban tirados en el piso para que no detectaran su presencia.

Todas las huertas eran regadas con agua del llamado Río Grande, que por aquellas fechas tenía un caudal permanente y, dado que no existía todavía un sistema de agua potable, cientos de mujeres invadían las riveras del río con sus artesas de madera de álamo, donde lavaban la ropa que luego era tendida sobre los jarales que en forma abundante existían al lado del río.

El agua para regar las huertas se tomaba de un lugar conocido como La Hierbabuena o Toma del Canal de los Indios, de ahí, por medio de acequias o canales, llegaba hasta El Compartidor, de donde partía un ramal hasta El Rancho Guadalupe, y de ahí hasta unas pilas que por aquél entonces se les llamaba Baños del Vergel.

De los Baños del Vergel, el río continuaba regando todas las huertas del poniente de la ciudad; de esa corriente, llamada Acequia de la Alameda, se desprendía otro ramal que regaba varios cultivos, atravesaba por un costado de la Plazuela (hoy Escuela López Velarde) y llegaba hasta la Huerta de la Virgen (hoy Club de Leones) para terminar en el Jardín Hidalgo y en el atrio del Santuario. 

Esta corriente de agua formaba un laberinto de conductos, pues también regaba el jardín principal y, continuando por la calle San Luis, torcía a la derecha, en la calle 5 de Mayo, para regar el llamado Jardín de los Soldados, pues ahí se encontraba el Cuartel del 38 Regimiento de Infantería, que actualmente es el Jardín Juárez.

Al agua de nuestro río todavía no se le descargaban los drenajes, por lo que era limpio y apto para el
consumo humano. A falta de purificadoras, que ahora hay por docenas, había tres personas que recogían agua de unos pocitos que había junto al río; cargaban sus burros con cuatro botes de veinte litros cada uno y recorrían las calles vendiendo a centavo el litro, sin hacer escándalo ni incomodar al vecindario.

Los espacios donde ahora se encuentran las instalaciones de la feria y el campo de futbol infantil eran sembradíos de maíz pues, aunque eran terrenos federales, se le habían otorgado en arrendamiento al doctor Juan Santoyo Quezada, y a otra persona de apellido Ramírez.

Los frutos que se recogían en las huertas del poniente del pueblo eran trasformados en conserva de durazno, chabacano, en cajeta de manzana y membrillo o en vino Jerez y de nogal. Estos productos eran muy solicitados por los visitantes que, aunque eran pocos, hacían circular otros productos caseros tales como el pinole y el chocolate casero.

Existían dos fábricas de este último producto en el municipio, que ofrecían treinta fuentes de empleo; sus propietarios eran don Trinidad Correa y don Sabás Fernández Villaneda. Los hijos y nietos de Fernández Villaneda continúan en estos días con la tradición de fabricar el producto.

Por otro lado, la vegetación de la alameda poniente era tan cerrada que por el invierno, cuando los álamos sueltan sus hojas secas, la chiquillería juntaba enormes montones para después trepar a los árboles, desde donde se tiraban a una altura de tres o cuatro metros, imitando al Capitán Maravilla, héroe de las películas que se exhibían en el Teatro Hinojosa.

Este último, por cierto, fue restaurado para orgullo de unos y tristeza de otros,  pues ciertos ingenieros o arquitectos ignorantes clausuraron con cemento la fosa acústica, que le daba al teatro un extraordinario sonido.

Imagen Zacatecas – Javier Torres Valdez