
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
El esfuerzo es la energía que activa nuestras mejores cualidades: generosidad, disciplina, paciencia, concentración y claridad mental.
En el camino de la transformación personal y espiritual, hay virtudes que se construyen unas sobre otras, como los cimientos que sostienen una gran obra. Primero aprendemos a ser pacientes: ante las dificultades, frente al daño que otros nos causan, y en medio de las tormentas cotidianas. La paciencia no es resignación pasiva, sino una fuerza serena que nos permite permanecer firmes, sin dejarnos alterar, sin perder el rumbo.
Una vez cultivada esta paciencia —cuando ya no nos domina la ira, la desesperación o el deseo de abandonar— estamos listos para un paso decisivo: comenzar la práctica del esfuerzo. Y no cualquier esfuerzo, sino ese que nace de la claridad y el propósito, que se manifiesta en acciones perseverantes, sin dejarse detener por obstáculos ni excusas.
¿Por qué es tan importante cultivar el esfuerzo? Porque sin él, no hay progreso. Así como una vela encendida se mantiene inmóvil si no sopla el viento, del mismo modo nuestra vida interior permanece estática si no aplicamos el esfuerzo. Es él quien nos impulsa, quien pone en movimiento nuestras intenciones más nobles. Esfuerzo no es simplemente hacer mucho, sino hacer bien, con constancia y con sentido.
El esfuerzo es la energía que activa nuestras mejores cualidades: generosidad, disciplina, paciencia, concentración y claridad mental. Sin él, esas virtudes no crecen ni se expresan. Pero con dedicación constante, incluso los estados más plenos de libertad interior y comprensión pueden volverse alcanzables.
Y es precisamente cuando aterrizamos este esfuerzo en la vida diaria que su valor se vuelve palpable: esforzarse también significa ser formal, ser puntual, cumplir lo que se promete, respetar el tiempo de los demás, atender con esmero los detalles, responder con amabilidad y actuar con responsabilidad. Son pequeños gestos que revelan una gran transformación interior.
El esfuerzo es la prueba viva del compromiso con nosotros mismos y con los demás. Cuando nos esforzamos, no solo crecemos internamente, sino que contribuimos, con humildad y sin aspavientos, a un mundo más consciente y más humano. En este sentido, esforzarse es también un acto de servicio cotidiano: llegar a tiempo, preparar bien una tarea, cuidar nuestras palabras, escuchar de verdad, hacer las cosas con intención y no por inercia.
Y todo esto nos lleva, de manera natural, a una gran verdad: “Para llevar una vida significativa, debes apreciar a los demás, prestar atención a los valores humanos y tratar de cultivar la paz interior.” Es en ese orden donde el esfuerzo encuentra su verdadero sentido. No se trata de competir o de acumular méritos para uno mismo, sino de crecer para compartir, avanzar para servir, y transformar el propio corazón para ofrecerlo, limpio, firme y alegre, al mundo que tanto necesita de luz.
Porque al final, vivir con esfuerzo no es vivir con tensión, sino con dirección. No es empujarse, sino comprometerse. Y es allí, en ese equilibrio entre paciencia y acción, entre estabilidad y movimiento, donde comienza el verdadero camino hacia una vida plena.