
Jairo Mendoza.
En México, este proceso lo podemos observar en colonias como Polanco, Condesa, Roma, Narvarte, etc. Donde alguna vez fueron espacios accesibles para todas las clases sociales.
La gentrificación se ha vendido como un signo de progreso y renovación; no obstante, detrás de este optimismo, hay un proceso con marcada desigualdad que reproduce viejas injusticias con rostro moderno.
Al respecto, hemos observado como en los últimos meses, en varias de las principales ciudades turísticas del mundo como Nueva York, Barcelona, Berlín y recientemente, la Ciudad de México, se han sumado a una serie de movimientos sociales para visibilizar el fenómeno de la “gentrificación”, que, en pocas palabras, se refiere al desplazamiento de las personas de sus zonas de origen y residencia, por medio de la inversión, el aumento del costo de vida y el valor de la vivienda.
Estas grandes aglomeraciones urbanas enfrentan los mismos problemas: vecinos expulsados por el turismo masivo, plataformas digitales acaparando la vivienda, rentas excesivas y un modelo de ciudad que prioriza el capital sobre las personas.
En México, este proceso lo podemos observar en colonias como Polanco, Condesa, Roma, Narvarte, etc. Donde alguna vez fueron espacios accesibles para todas las clases sociales ahora se han convertido en territorios exclusivos para clases medias-altas y extranjeros.
Este fenómeno no es accidental, ni “natural”: responde a políticas urbanas que promueven la inversión privada, la especulación inmobiliaria y el turismo sin planeación, ni regulación de parte de las autoridades.
Lo más delicado no es solo el aumento en los precios de renta o venta, sino el desplazamiento de poblaciones vulnerables: residentes, adultos mayores o pequeños comerciantes que pierden su lugar de origen y empleo. Además, se diluye la identidad cultural, reemplazada por negocios y franquicias exclusivas que “blanquean” el paisaje urbano para hacerlo atractivo al consumo.
El reto es evidente pero complejo: ¿cómo regenerar zonas urbanas sin expulsar a sus habitantes? Esto implica cuestionar el modelo globalizador de ciudades, que ve la vivienda como mercancía y no como derecho. Es urgente la generación de políticas de vivienda asequibles, la regulación de las rentas, incentivos para el comercio local y, sobre todo, la participación ciudadana real en las decisiones urbanas.
Porque si bien las ciudades deben renovarse, no pueden hacerlo a costa de borrar su memoria viva ni de expulsar a quienes les han dado identidad. La gentrificación, tal como hoy se practica, no es sinónimo de desarrollo: es el disfraz amable de la desigualdad social.