
Opinión José Antonio Rincón
El tiempo sin embargo dio la razón a ese gran Concilio de Nicea, luego afinado por otros como los de Constantinopla y Calcedonia y condensado en el llamado credo.
Gran parte de las cuestiones esenciales de la fe de las denominaciones cristianas, se definieron en el primer gran concilio ecuménico (universal) que por convocatoria del emperador Constantino tuvo lugar en una de sus ciudades imperiales, Nicea, ubicada en la actual Turquía.
La decisión del emperador en cuanto al lugar de celebración se explica porque las primeras comunidades cristianas se desarrollaron en medio oriente, Egipto y Asia menor, antiguos dominios griegos, luego colonias romanas.
En esas tierras que circundan el mediterráneo, como era natural, hubo un gran desarrollo teológico dado que las escuelas filosóficas del mundo griego todavía latente en esa media luna propiciaron el surgimiento de los llamados santos padres, cuyas obras integran lo que se conoce como patrística, imperante en las iglesias ortodoxas de oriente y la católica romana en occidente, no obstante el gran cisma de 1050 que las separó. Sin desconocer que también confesiones evangélicas o protestantes tienen su base en dicho concilio.
Vigente desde 312 el decreto constantiniano de Milán sobre la libertad de creencias qué acabó con la persecución y el martirio, el cristianismo se afianzó en el imperio superando a todas las demás religiones que competían, muchas de ellas de un arraigo antiguo entre los romanos, como el mitraísmo, también de características mistéricas.
Con ese crecimiento las distintas corrientes filosófico-teológicas del cristianismo colisionaron y algunas posturas teológicas fueron calificadas de herejías.
La más importante y que amenazaba con una gran división , era el arrianismo, que toma su nombre del presbítero Arrio que oficiaba en Alejandría, en el norte de África, una de las grandes sedes patriarcales.
Él era una mente brillante y gran teólogo que convenció incluso a varios obispos y emperadores de su doctrina. El núcleo de la misma, sostiene que Cristo, el hijo de Dios que vino al mundo para salvar a la humanidad, si bien es lo más grande, tuvo un principio, es decir que fue creado y por tanto no eterno, subordinado al padre, en suma sin compartir la consubstancialidad y por consecuencia carente de la divinidad, por la ausencia de uno de sus atributos: la eternidad que es sin principio ni fin.
Esa perspectiva teológica, como es fácil advertir destruye el misterio trinitario y si no se considera a Cristo como persona divina, entonces está difícil que haya Cristianismo.
En ese panorama y pensando más política que religiosamente por el riesgo de visión de su imperio, es que el emperador convocó a dicho concilio a todos los obispos del mundo y sus asesores, con cargo al tesoro imperial.
Los debates fueron fuertes y apasionados, donde la presencia de Eusebio de Cesárea, Osio de Córdova y Alejandro de Alejandría, asesorado de Atanacio, destacaron, reunión en la que triunfó la doctrina trinitaria pero con una mayoría no tan importante que el emperador apoyó, aunque al final de sus días abrazo el arrianismo.
El arrianismo sin embargo pervivió al punto que una buena parte de Europa y la propia España fueron arrianas, incluso hasta el siglo V.
El tiempo sin embargo dio la razón a ese gran Concilio de Nicea, luego afinado por otros como los de Constantinopla y Calcedonia y condensado en el llamado credo que se recita en los templos, el núcleo de la fe cristiana.
En este mes se cumplen 1700 años de ese gran acontecimiento que pervive como cimiento dogmático del cristianismo, por eso es bueno recordarlo, para que nuestra memoria tenga siempre fresco cómo se desarrolló y consolidó la fe cristiana en la iglesia antigua.
Tan grande acontecimiento, no ha merecido por parte de las iglesias un recuerdo, una conmemoración merecida, a no ser por la visita que hará afortunadamente a Turquía el Papa León XIV por invitación de su beatitud Bartolomé, patriarca de la iglesia ortodoxa, el otro pulmón del cristianismo.
El arrianismo, no ha muerto, como lo testimonia la doctrina de la Iglesia de Los testigos de Jehová y la de los santos de los últimos días, conocida como mormones, por sus fundadores.
Hace falta educación en la fe para conocer las raíces de la misma y evitar ser atraído por espejismos que rompen los misterios del profundo cristianismo que se gestó en oriente por grandes espíritus iluminados sin duda por el espíritu santo.