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Salud: lo que el dinero no puede comprar

Salud: lo que el dinero no puede comprar

Antonio Sánchez González.

El coste de la salud plantea un problema muy particular a nivel espiritual y moral, en el sentido de que une, e incluso confunde, la vida de un ser querido (o incluso la propia) no tiene precio.

Antonio Sánchez
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19 de diciembre 2025

Ya encontramos en Santo Tomás de Aquino una distinción fundamental entre “lo que no tiene precio” y por tanto no puede comprarse, y aquello que, al contrario, tiene un valor de mercado que puede regatearse. Michael Sandel, el filósofo norteamericano referente del comunitarismo retoma la idea en un libro (Lo que el Dinero No Puede Comprar, publicado por DEBATE): también distingue entre los bienes que el dinero puede adquirir (por ejemplo, sexo) y aquellos que se le escapan (por ejemplo, el amor).

El coste de la salud plantea un problema muy particular a nivel espiritual y moral, en el sentido de que une, e incluso confunde, los dos tipos de bienes: por ejemplo, la vida de un ser querido (o incluso la propia) no tiene precio. Para conservarla estaríamos dispuestos, si fuera necesario, a poner todo nuestro dinero, todas nuestras pertenencias y aún más y, sin embargo, los tratamientos que podrían asegurarla tienen un precio.

Y lo desafortunado es que este coste es hoy, en algunos casos, tan alto que obliga a la sociedad, nos guste o no (y cuando el supuesto se vuelve realidad no nos gusta), a tomar decisiones funestas. Pongamos algunos ejemplos reales antes de volver sobre estos pasos. Hace poco más de una década, se descubrió una molécula casi milagrosa que cura la hepatitis C en unas pocas semanas. Esto que suena magnífico tiene el pero del precio del tratamiento, que aunque ha disminuido desde el principio sigue siendo mayor que el de una casa de interés medio en México, lo que, multiplicado por el número de pacientes, obviamente hace que el gasto sea muy problemático para los sistemas de salud de países más o menos en bancarrota. Otro ejemplo: hace unas semanas el Institut Curie francés estima que el coste promedio mundial mínimo de los nuevos tratamientos contra el cáncer ronda el equivalente a los 80 mil dólares al año. Pero algunas inmunoterapias pueden costar hasta millones en total. Y recordemos el mucho más frecuente y terrenal ejemplo del costo de la terapia renal sustitutiva.

El dinero público no es infinito, así que ¿qué hacemos? ¿Quién decide, y bajo qué criterios, que un paciente recibirá el medicamento milagroso y el otro no? ¿Que uno vivirá y el otro probablemente morirá? ¿Son los únicos legítimos los criterios puramente médicos (edad, estado general de salud, hábitos más o menos arraigados y dañinos, etc.) o también se debe tener en cuenta la situación social y familiar del paciente? ¿Es razonable, bajo estas condiciones, reembolsar medicamentos que, admitámoslo, son apreciados por el público, pero cuya eficacia nunca ha sido demostrada científicamente (este es el caso de la homeopatía, cuya verdadera inutilidad ha sido probada con rigor científico aparte del efecto placebo o el de los antidepresivos, cuyos beneficios han sido protocolariamente cuestionados)?

Y yendo más allá de los discursos populistas que sin medir las consecuencias ofrecen atención médica indiscriminada: ¿no sería mejor excluir de la suma de los medicamentos gratuitos, aunque sean útiles y efectivos, los usados en dolencias menores como resfriados (aspirinas, paracetamol, etc.) para reservar el dinero escaso para patologías graves? ¿E incluso para las mortales por necesidad? Uno se estremece ante la idea de hacer esas preguntas, ya que inmediatamente generan debates acalorados. Como mínimo, me parece que cada vez es más difícil dejar que los médicos decidamos sin una red de protección.

En México, con las tribulaciones que nos genera ahora el sistema nacional de salud ¿Debería establecerse un marco nacional o deberían crearse comités de ética ad hoc en cada departamento donde los expertos en políticas públicas sanitarios puedan reunirse, debatir e intercambiar argumentos entre ellos y con las familias de los enfermos sobre lo que se debe y no debe hacerse? Los problemas presupuestarios suelen quedar excluidos de la cultura del público general, o incluso de la de profesores y médicos, que a menudo nos negamos a interesarnos por ellos como si fueran consideraciones vulgares indignas de nuestro arte. Esto es comprensible, pero es un error, especialmente porque las decisiones tomadas en este ámbito casi siempre están cargadas de consecuencias, mientras que no exista una opción perfecta entre el bien y el mal, sino solo entre el mal menor y el mayor.

¿Aumentar el gasto público para proveer a todos incluso de las aspirinas hasta para las dolencias más simples? ¿Y a las generaciones futuras? ¡Muy bien! Pero luego, tenemos que decidir recortar empleos, porque ahí es donde podemos ahorrar. Así sea, pero ¿dónde? ¿Quitamos supervisores, médicos, enfermeras, intendentes, cocineros? Sin duda todo es peor en el campo de la salud. Es que tocamos lo que más nos importa, lo que es -vuelvo a esto- lo no comercial, es decir, la vida.

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