
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Permanecer en la memoria afectiva de otro ser humano, con gratitud, es una forma silenciosa de trascendencia.
Hay presencias que no se despiden. No porque sigan ahí físicamente, sino porque su paso dejó una huella suave, pero imborrable. Ser un buen recuerdo en la vida de alguien es, quizá, la forma más humana y humilde de eternidad. No hace falta hacer ruido, ni levantar monumentos, ni aparecer en fotografías. Basta haber sido luz en un momento oscuro, oído atento cuando el silencio pesaba, sonrisa compartida en una tarde cualquiera. Porque, al final, no recordamos tanto lo que alguien hizo, sino cómo nos hizo sentir. El recuerdo más noble no es el del éxito ni el del poder, sino el del bien recibido.
Permanecer en la memoria afectiva de otro ser humano, con gratitud, es una forma silenciosa de trascendencia. Es quedarse sin estorbar, vivir sin ocupar, acompañar sin presencia física. Y esa es la inmortalidad más genuina: la que no necesita fama ni aplausos, sólo autenticidad, generosidad y verdad en el trato.
Tal vez por eso la vida no debería medirse en años, sino en cuántas mentes nos recordarán con cariño cuando ya no estemos. Ser un buen recuerdo es elegir cada día ser amable, justo, honesto. Es construir, sin saberlo, una morada en la memoria del otro. Porque cuando el cuerpo se va, el recuerdo queda. Y si ese recuerdo sabe a paz, a compañía, a afecto sincero… entonces, de algún modo, nunca nos fuimos.
En la reciente conmemoración del Día de las Madres, al mirar los altares familiares, los teléfonos llenos de mensajes, las manos con flores, y los ojos con lágrimas o gratitud, confirmamos una verdad profunda: muchas madres ya no están… pero no se han ido. Permanecen. Se han quedado siempre.
Ser madre no es sólo dar vida: es sembrar presencia. Hago mía la sensible reflexión de mi querido amigo y Maestro, el Dalai Lama: “reconozco en las madres generosas y valientes a las primeras mentoras de sus hijos. Mujeres que, con amor, cuidado y sabiduría, siembran los valores que dan forma a seres humanos plenos. Su presencia ha sido la raíz de confianza desde donde sus hijos han aprendido a caminar por la vida. Y su grandeza radica también en saber hacerse poco a poco “innecesarias”, en ese acto de profundo desprendimiento que permite a los hijos crecer, elegir, volar… y triunfar por sí mismos.”
Ahí radica su huella: en la voz que aún nos guía, en el consejo que regresa cuando la vida aprieta, en la caricia invisible que sentimos en medio de la lucha. En cada decisión buena que tomamos, ellas siguen estando. En cada valor que defendemos, en cada gesto de ternura que ofrecemos, hay algo de ellas que nos habita.
Que te recuerden por tus actos, y porque fuiste especial, es la más alta forma de permanencia. No se trata de que todos nos recuerden, sino de que alguien, aunque sea uno, lo haga con una sonrisa agradecida. Que al evocarnos, sienta paz. Por eso, una madre buena, presente o ausente, sigue siendo guía. No porque esté, sino porque quedó. Y en quedarse, permanece.
Un homenaje a ustedes, madres, gracias por haberse quedado no solo en nuestras memorias, sino en nuestra forma de amar, de luchar, de servir y de soñar. Porque al quedarse, nos enseñaron a permanecer, y esa es la verdadera eternidad.