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Opinión

Debo decirlo… El límite que nunca debe cruzarse

Debo decirlo… El límite que nunca debe cruzarse

Jaime Casas Madero

Las declaraciones de un jefe de Estado nunca son inocuas. Tienen efectos, envían señales y, sobre todo, abren posibilidades.

Jaime Casas Madero
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9 de diciembre 2025

La diplomacia latinoamericana ha vivido constantemente entre momentos tensos, pero pocas veces se había llegado a escuchar algo tan delicado como la posibilidad de ingresar por la fuerza a una embajada, y el asalto a la embajada mexicana en Ecuador hace un año dejó una marca y un precedente difícil de ignorar.

Lo más preocupante es que ahora, desde el gobierno peruano, haya surgido la insinuación de que podrían ingresar por la fuerza a la embajada de México. Que algo así vuelva a mencionarse tan pronto muestra lo frágil que puede ser el derecho internacional y la diplomacia en general, y que no pueda haber consensos en temas más elementales entre Estados. Una embajada no es un edificio más: es un espacio que, por definición, es soberanía y que ningún país debe violentar.

Lo que inquieta no es solo la idea en sí, sino la facilidad con la que se dijo. Las declaraciones de un jefe de Estado nunca son inocuas. Tienen efectos, envían señales y, sobre todo, abren posibilidades. Por eso llama tanto la atención que se planteara la irrupción en una sede diplomática como si fuera un escenario imaginable, aunque fuera remoto. No lo es. No debería serlo. Y el simple hecho de mencionarlo ya es una invitación a la incertidumbre.

La reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum era esperable: subrayar que una intromisión así constituiría una violación grave de la soberanía. Y es que, más allá del conflicto puntual, aceptar un acto de ese calibre equivaldría a desmontar la razón de ser del derecho de asilo. Ese mecanismo no es una concesión de cortesía; es una herramienta fundamental para proteger a quienes enfrentan persecución política. Si las embajadas dejan de ser espacios seguros, todo el sistema pierde sentido.

En Perú, incluso dentro de su propio gobierno, surgieron posturas que buscaban matizar lo dicho. Y eso habla de que, pese a las tensiones políticas internas, existe claridad sobre el costo internacional que tendría cruzar esa línea. El aislamiento diplomático no es una abstracción: es una realidad que se paga con pérdida de confianza, desgaste institucional y un descrédito que puede durar años. El ejemplo reciente de Ecuador debería bastar para entenderlo.

Conviene insistir en algo que debería ser obvio: ninguna crisis interna, por profunda que resulte, justifica poner en riesgo un principio tan básico como la inviolabilidad de las sedes diplomáticas en otros países. Las embajadas no son lugares para ocultarse de la justicia, pero tampoco pueden convertirse en escenarios de fuerza. Están ahí para servir como puente en momentos de tensión, no para convertirse en el epicentro de un conflicto.

Lo que ocurrió hace algunas semanas deja una lección necesaria sobre la importancia del lenguaje político. Las palabras no se las lleva el viento; menos aun cuando provienen de quien dirige un país. Señalar que un límite puede romperse, aunque sea en teoría, ya implica un desliz sumamente peligroso. Una región como la nuestra, tan propensa a los roces y sobresaltos, no puede darse ese lujo.

Ojalá todo quede en una declaración desafortunada y no en un precedente. América Latina no necesita más gestos que tensen relaciones ni más episodios que pongan en duda el respeto entre naciones. Lo que sí necesita es que sus liderazgos privilegien la sensatez y recuerden que, en diplomacia, hay líneas que no se cruzan nunca. Y esta es una de ellas.

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